La imagen se recicla perfecta como pocas. Los amantes, aquellos que se aman, se desean, se sienten, se buscan, se piensan, se deleitan, se pierden... Los amantes y sus quimeras. Los amantes y sus objetos. Ellos y su burbuja. Esa burbuja infinita que entra en una lágrima, en una gota de sudor. Ese mundo burbuja que se funde incorruptible sobre corazones que revientan fluidos de vida ante el festejo sagrado que supone la unión de dos cuerpos. Esa unión, la unión. Ese íntimo segundo en el cual el sentido se pierde ante un placer inexplicable con la vista fija, nublada, fragmentada sobre la cara narcotizada del orgasmo de su hembra, de su macho. Los amantes, la pareja, esa intersección que sospecha algo, esa grandiosa conjunción que requiere que esa sospecha sea enorme, quizás única. Los amantes, sus lugares, sitios inhóspitos, magros, repugnantes para ajenos. Los objetos zozobrando, derritiéndose ante un códice abrumado de gestos, miradas, sentimientos, de tiempo.
La imagen se recicla perfecta como pocas. Los amantes, aquellos que se aman, se lloran, se entienden, se amalgaman invencibles, se pelean y se copulan arremetiendo contra la brecha insoportable de nuestra esencia, ante el horror acrecentado en la efimeraneidad del segundo.
La imagen se recicla perfecta como pocas. Los amantes, aquellos que se aman, aquellos que intercambian almas, las fusionan, provocando algo revelador, el hecho inaudito de revertir nuestro trauma.
La imagen se recicla perfecta como pocas. Los amantes, aquellos que se aman, aquellos que se aman...
