martes, 7 de diciembre de 2010

Dualidad

Se fue elevando y como en otras tantas ocasiones, subió su rostro para experimentar una apacible brisa que le pintaba la cara, sentía como el aire se filtraba por entre los exultantes poros de la piel, inflando, calmando cada espacio de su carne, iluminando sus oscuridades, diluyendo sus vacíos, sus deterioros.
Agitó sus brazos, era lo habitual, y comenzó su vuelo. Se movía sublime; su sombra se agigantaba cubriendo insolente cementos y verdes que se desleían con su paso.
Pero presentía, algo no andaba bien o mejor dicho algo deseaba su cambio. En su interior esperaba el siguiente cuadro, la horrenda imagen, el Infierno del Dante: Llegaría el momento de su caída; del vertiginoso descenso donde se convertía en esa gota furiosa, esa monstruosa gota que hería y desfiguraba a Heráclito, hecho que a decir verdad no le importaba pues no sabía ya quien era Heráclito o el Dante, en algún momento habían dejado de ser. Se revolvía en el saber que en algún instante llegaría la ocasión de esa bajada si fin donde sus gritos eran inocuos y donde el etéreo infinito se volvía pesado grueso, rugoso, donde podía sentir cómo cada milímetro de su piel se desgarraba en miles de jirones a través de un filoso y nauseabundo aire que lo hostigaba y hostigaba. No supo ya de tiempo, pensó que despertaría pesado, sediento. Trató de abrir los ojos, que en realidad ya estaban abiertos, como queriendo entender lo real. Entonces comenzó a observar y vio su figura destrozada, desorbitada, apática, inmóvil y dócil abrazada por esa tediosa camisa sin mangas en aquel lúgubre rincón de su habitación psiquiátrica.
El silencio era sordo, cerró los ojos y entendió que su alma había decidido…

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